Antes que nada... ¿Qué queremos decir cuando hablamos de feudalismo?
La visión institucionalista
propone explicarlo como una superposición de lazos de fidelidad que ligaban a
la aristocracia en los tiempos medievales. Una suerte de larga cadena se
señores, vasallos y otros vasallos de éstos, y así sucesivamente. Es ésta, por
ejemplo, la definición que adopta el historiador español Claudio Sánchez
Albornoz.
Otra visión, la de Maurice Dobb,
se encuadra en términos marxistas, rechaza la visión institucionalista y
propone definirlo como un modo de producción -en torno a la idea de
servidumbre- posterior al esclavismo y anterior al actual capitalismo.
Una tercera visión, formulada por
Perry Anderson, plantea una suerte de síntesis superadora de las dos
anteriores, e incluye tanto la servidumbre como las relaciones feudo-vasalláticas
como base para definir este término, y lo explica como un modo de producción
que opera extrayendo los excedentes económicos a través de medios de coerción,
sanciones extraeconómicas, la existencia de la servidumbre y protección militar de los campesinos por el
estamento nobiliario, quien ejerce el monopolio de la legalidad y los derechos
de justicia, dentro de un marco político de soberanía fragmentada.
De esta manera, podría seguir
enumerando diferentes concepciones, incluso otras relacionadas con la
circulación de bienes o las dimensiones de las propiedades. Pero no es objeto
de este artículo adentrarme en cuestiones historiográficas, y voy a tomar la
tercera posición, por considerarla más abarcativa e inclusiva de las
argumentaciones que se subrayarán.
Es indudable que el modelo
absolutista monárquico, si bien se apoyó en el poder aristocrático, no pudo
consolidarse sin comenzar a socavar las bases más profundas del feudalismo europeo.
Sin embargo, éste proceso se daba en una relativa invisibilidad, y se quedaba a
mitad de camino de una verdadera transformación política, social y económica,
puesto que no arrancaba de todo el poder económico y político que detentaban
los señores. La naturaleza misma del Estado monárquico era aristocrática, y la
monarquía seguía sin tocar “las estructuras básicas tradicionales de la
economía y de la sociedad”.
En cambio, la Revolución Francesa
llevó a cabo la obra sin terminar del absolutismo. Consolidó la unidad nacional
y reforzó las estructuras administrativas y el poder estatal. Pero también procedió
a la abolición de los privilegios feudales y a la liberación del campesinado y
su tierra. Al mismo tiempo, produjo el ascenso de la burguesía, cuestión que el
absolutismo no había podido permitirse.
“La revolución, y luego la
conquista napoleónica, arrastraron a la ruina el sistema entero”.
En efecto, el gobierno del emperador Napoleón terminó con los últimos vestigios
del sistema feudal, abolió todo privilegio nobiliario, y en cambio, instauró el
gobierno liderado por los sectores económicamente poderosos. La burguesía
reemplazó así a la nobleza en su calidad de “notable”. Dicho de otro modo, la
burguesía, en su afán de romper las ataduras económicas del sistema feudal,
organizó y llevó a cabo la revolución liberal, apoyándose en y liderando a las
multitudes campesinas. Estas multitudes ya habían comenzado tímidamente a
manifestarse en revueltas agrarias, pero fue luego de julio de 1789 que vieron
a la burguesía como un aliado ineludible para alcanzar sus metas sociales.
Por otro lado, la aristocracia
aspiraba a una guerra continental que destruyera la revolución y de esta manera
alzarse nuevamente con el poder y restaurar los privilegios nobiliarios. Sin
embargo, la burguesía no veía con malos ojos una guerra, ya que ésta era
siempre oportunidad de hacer negocios. Pero también era una oportunidad para
difundir el triunfo burgués por Europa y destruir el feudalismo en todo el
continente. “La guerra continental servía a los intereses económicos, pero
también a los políticos, de la burguesía girondina. Equivalía a llevar a
extremos paroxísticos la lucha contra la aristocracia feudal, desenmascararla y
destruirla allende las fronteras en donde había buscado refugio a través de la
emigración, intensificar la lucha de clases a escala del antiguo régimen
europeo”.
Sin embargo, la aristocracia daba
pelea no sólo en el frente externo, sino aún también en el interno, y era
evidente que la guerra y la derrota de los nobles no podía ser llevada a cabo
sin la participación del pueblo y la unión del tercer estado. Diez años después
de la toma de la Bastilla, la revolución no se delineaba plenamente aún, pero
el período napoleónico posterior terminaría de consolidarla y de gestar las
instituciones burguesas de la nueva conducción del estado.
Napoleón proyectó una doble
imagen sobre Europa, fue a la vez “el último déspota ilustrado”,
ya que gobernó despóticamente, pero también el hombre que destruyó el sistema
feudal para siempre, consagró la igualdad de derechos civiles, el Estado laico
y la liberación de los campesinos.
Gobernó como un monarca absoluto bajo la apariencia de
una soberanía popular y demostró cómo aprovechar racionalmente las obras
emprendidas por la revolución y encauzarlas nuevamente bajo el poder monárquico.
La igualdad de derechos ya no sería incompatible con el poder de los notables,
y éstos comenzarían a insertarse cada vez más en las esferas de la producción
capitalista.
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