sábado, 25 de mayo de 2013

Debate sobre la Revolución

En estas fechas es cuando nos ponemos a pensar y reflexionar sobre nuestra sociedad, esta sociedad gigante y macrocefálica que llamamos Argentina. Hoy, 25 de mayo, la mayor parte del país sigue trabajando, o en su defecto sale de sus viviendas a esparcirse, pero hay quienes nos damos el lujo de practicar el otium, precisamente como la antítesis del necotium. Para los romanos otium era lo que se hacía en el tiempo libre, sin ninguna recompensa; entonces necotium o negocio para ellos era lo que se hacía por dinero.
Este 25 de mayo nos encuentra en un nuevo aniversario del primer intento de formar una nación-estado burguesa en este territorio. En la escuela nos enseñaban que éste día era muy importante porque señalaba el inicio del primer gobierno patrio, autónomo, y los comienzos de un país libre. Esta concepción, creada justamente en los alrededores del primer centenario, respondía a los intereses de la clase dirigente de formar una suerte de ''consciencia nacional'' apelando a los únicos hechos que podrían ensalzar al ''ser argentino''.
Recordemos que estas tierras estuvieron muy lejos de organizarse como nación hasta entrado casi el siglo XX. Desde la proclamación de la Primera Junta, se sucedieron exactamente 50 años de guerras civiles, desmembramientos territoriales, crueles matanzas e infinidad de líderes carismáticos que intentaron aglutinar a la fragmentada clase dirigente de las provincias en un frente común capaz de tomar las riendas de una nación moderna. Recién hacia 1860, con la nunca recordada batalla de Pavón, el estado-nación se unifica, pero lejos estaba aún la formación de un pueblo-nación acorde con el ideal burgués.
Tan pronto como se logró la unificación de la dirigencia, el modelo de país exigía atraer inmigrantes que poblaran y trabajaran el devastado territorio argentino. Claro que esto permitió que llegaran grupos de las más diversas nacionalidades, atentando nuevamente contra el denominado ser nacional. Por ello, surgieron tres estrategias para homogeneizar a la población: en primer lugar, la educación laica y obligatoria, con el fin de unificar la lengua; en segundo lugar, la conscripción compulsiva en el ejército de todos los varones, para generar un sentimiento de amor por la patria y de alteridad contra el extranjero, y por último, la creación de los símbolos patrios y el panteón nacional de héroes, para conducir a toda la población en valores comunes y generar la creencia de una mítica ''argentinidad'' preexistente.
Como vemos, y a diferencia de lo que se cree vulgarmente, el estado nació mucho antes que se consolidara una nación consciente. Giuseppe Garibaldi, héroe de la unificación italiana y que por alguna extraña razón ostenta su inmortalidad en un monumento de la Plaza Italia de nuestra Capital, dijo alguna vez ''Ya inventamos Italia, ahora inventemos a los italianos'', una frase que puede fácilmente trasladarse a nuestras tierras.
Un siglo después, nos encontramos sumergidos en medio de una crisis del Estado-Nación. Ya hace muchos años que la idea de nacionalidad se fue desmoronando en favor de una conciencia global. Sin embargo, persiste aún el imaginario de pertenencia, muy arraigado aún para la mayoría de la población, aunque sustentado en bases muy débiles y a mi juzgar, peligrosas. Hoy en día la llamada ''conciencia nacional'' sólo se observa, por citar, en el nacionalismo banal de los partidos de la selección de fútbol y en el nacionalismo étnico expresado en el odio infundamentado contra los inmigrantes de nuestros hermanos países sudamericanos. Y voy a fundamentar el uso de la palabra ''hermanos'' en que compartimos un pasado de guerras y luchas comunes, una sangre común y una situación actual común de dependencia hacia los centros de poder globales.
Hace poco más de veinte años el mundo aplaudía a Francis Fukuyama cuando proclamaba sin reparos el fin de la historia y la consolidación del sistema democrático liberal como última fase del evolucionismo de los sistemas políticos y económicos. Diez años después el mundo supo darse cuenta que esa idea estaba lejos de concretarse.
Hoy nos encontramos frente a una fecha que nos debe conducir más lejos que a una mera celebración de hechos pasados, casi mitológicos. Debemos preguntarnos si realmente queremos reconstruir la nación. Nuestro país se encuentra totalmente fragmentado, y es tentador caer en la propuesta de un neo-nacionalismo integrador y fundamentalista, pero no debemos ser ajenos a la realidad, por el contrario debemos enfrentar las alternativas posibles, y en ese debate, proyectar el deseo de lo que realmente buscamos. Para ello, es esencial deshacernos de los discursos maniqueístas de ''la unidad o el caos'' y reflexionar desde la unidad individual. Como dijo un general argentino, el grito de un hombre vale más que el silencio de cien mil. No nos quedemos callados, aprovechemos el Bicentenario y salgamos a alentar ese debate.

sábado, 8 de octubre de 2011

Artículo: Andrés Bonafina - El Imperio Napoleónico destruyó el feudalismo europeo


Antes que nada... ¿Qué queremos decir cuando hablamos de feudalismo?
La visión institucionalista propone explicarlo como una superposición de lazos de fidelidad que ligaban a la aristocracia en los tiempos medievales. Una suerte de larga cadena se señores, vasallos y otros vasallos de éstos, y así sucesivamente. Es ésta, por ejemplo, la definición que adopta el historiador español Claudio Sánchez Albornoz.
Otra visión, la de Maurice Dobb, se encuadra en términos marxistas, rechaza la visión institucionalista y propone definirlo como un modo de producción -en torno a la idea de servidumbre- posterior al esclavismo y anterior al actual capitalismo.
Una tercera visión, formulada por Perry Anderson, plantea una suerte de síntesis superadora de las dos anteriores, e incluye tanto la servidumbre como las relaciones feudo-vasalláticas como base para definir este término, y lo explica como un modo de producción que opera extrayendo los excedentes económicos a través de medios de coerción, sanciones extraeconómicas, la existencia de la servidumbre  y protección militar de los campesinos por el estamento nobiliario, quien ejerce el monopolio de la legalidad y los derechos de justicia, dentro de un marco político de soberanía fragmentada.
De esta manera, podría seguir enumerando diferentes concepciones, incluso otras relacionadas con la circulación de bienes o las dimensiones de las propiedades. Pero no es objeto de este artículo adentrarme en cuestiones historiográficas, y voy a tomar la tercera posición, por considerarla más abarcativa e inclusiva de las argumentaciones que se subrayarán.

Es indudable que el modelo absolutista monárquico, si bien se apoyó en el poder aristocrático, no pudo consolidarse sin comenzar a socavar las bases más profundas del feudalismo europeo. Sin embargo, éste proceso se daba en una relativa invisibilidad, y se quedaba a mitad de camino de una verdadera transformación política, social y económica, puesto que no arrancaba de todo el poder económico y político que detentaban los señores. La naturaleza misma del Estado monárquico era aristocrática, y la monarquía seguía sin tocar “las estructuras básicas tradicionales de la economía y de la sociedad”.
En cambio, la Revolución Francesa llevó a cabo la obra sin terminar del absolutismo. Consolidó la unidad nacional y reforzó las estructuras administrativas y el poder estatal. Pero también procedió a la abolición de los privilegios feudales y a la liberación del campesinado y su tierra. Al mismo tiempo, produjo el ascenso de la burguesía, cuestión que el absolutismo no había podido permitirse.
“La revolución, y luego la conquista napoleónica, arrastraron a la ruina el sistema entero”. En efecto, el gobierno del emperador Napoleón terminó con los últimos vestigios del sistema feudal, abolió todo privilegio nobiliario, y en cambio, instauró el gobierno liderado por los sectores económicamente poderosos. La burguesía reemplazó así a la nobleza en su calidad de “notable”. Dicho de otro modo, la burguesía, en su afán de romper las ataduras económicas del sistema feudal, organizó y llevó a cabo la revolución liberal, apoyándose en y liderando a las multitudes campesinas. Estas multitudes ya habían comenzado tímidamente a manifestarse en revueltas agrarias, pero fue luego de julio de 1789 que vieron a la burguesía como un aliado ineludible para alcanzar sus metas sociales.

Por otro lado, la aristocracia aspiraba a una guerra continental que destruyera la revolución y de esta manera alzarse nuevamente con el poder y restaurar los privilegios nobiliarios. Sin embargo, la burguesía no veía con malos ojos una guerra, ya que ésta era siempre oportunidad de hacer negocios. Pero también era una oportunidad para difundir el triunfo burgués por Europa y destruir el feudalismo en todo el continente. “La guerra continental servía a los intereses económicos, pero también a los políticos, de la burguesía girondina. Equivalía a llevar a extremos paroxísticos la lucha contra la aristocracia feudal, desenmascararla y destruirla allende las fronteras en donde había buscado refugio a través de la emigración, intensificar la lucha de clases a escala del antiguo régimen europeo”.
Sin embargo, la aristocracia daba pelea no sólo en el frente externo, sino aún también en el interno, y era evidente que la guerra y la derrota de los nobles no podía ser llevada a cabo sin la participación del pueblo y la unión del tercer estado. Diez años después de la toma de la Bastilla, la revolución no se delineaba plenamente aún, pero el período napoleónico posterior terminaría de consolidarla y de gestar las instituciones burguesas de la nueva conducción del estado.

Napoleón proyectó una doble imagen sobre Europa, fue a la vez “el último déspota ilustrado”, ya que gobernó despóticamente, pero también el hombre que destruyó el sistema feudal para siempre, consagró la igualdad de derechos civiles, el Estado laico y la liberación de los campesinos.
Gobernó como un monarca absoluto bajo la apariencia de una soberanía popular y demostró cómo aprovechar racionalmente las obras emprendidas por la revolución y encauzarlas nuevamente bajo el poder monárquico. La igualdad de derechos ya no sería incompatible con el poder de los notables, y éstos comenzarían a insertarse cada vez más en las esferas de la producción capitalista.

domingo, 3 de julio de 2011

Georges Duby - Atlas Histórico Mundial

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Artículo: Claudia Garrido y Andrés Bonafina - La escuela de bronce

La sanción de la Ley 1420 y la creación de la Escuela Normal de Paraná fueron las bases que cimentaron la educación para un Estado Moderno como el proyectado por la generación del 80. Se favoreció un modelo eurocentrista, y el objetivo de este modelo educativo era mantener el orden político y la estabilidad social en Argentina. Según este proyecto de educación oligárquico, el modelo de ciudadano era el de un hombre preparado para cumplir deberes en la sociedad civil, más que prepararlo para la actividad productiva.

Podemos encontrar antecedentes de proyectos similares en Inglaterra, la recién unificada Alemania y Francia entre 1860 y 1890. Por su parte, España se encontraba en este momento atrasadísima en relación con sus pares europeos.

Con la creación del Consejo nacional de Educación, la autoridad nacional comienza a intervenir directamente en la administración de las escuelas. Hasta su concreción, eran las provincias las que debían intervenir; a la Nación se le reservaba sólo un papel en la adjudicación de subvenciones, pero se sentía la falta de una legislación que unificara los proto-sistemas escolares creados por gobernadores y caudillos y que reglamentara las relaciones entre la Nación y las provincias. Luego, con la realización del Congreso Pedagógico Sudamericano en 1882, y la promulgación de la Ley 1420 en 1884, se termina de articular el sistema educativo argentino.

Dentro del pensamiento político y social de la generación del 80, la Barbarie era algo mucho más grave que el analfabetismo. La proyectada inmigración noreuropea debía traer consigo el progreso y la cultura, transformando la sociedad y eliminando los restos indígenas e hispánicos. Se debía distinguir entre el buen inmigrante y el mal inmigrante, como lo explica Alberdi:

"Poblar es civilizar cuando se puebla con gente civilizada, es decir, con pobladores de la Europa civilizada. Por eso he dicho en la Constitución que el gobierno debe fomentar la inmigración europea. Pero poblar no es civilizar, sino embrutecer, cuando se puebla con chinos y con indios de Asia y con negros de África. Poblar es apestar, corromper, degenerar, envenenar un país, cuando en vez de poblarlo con la flor de la población trabajadora de Europa, se le puebla con la basura de la Europa atrasada o menos culta. Porque hay Europa y Europa, conviene no olvidarlo; y se puede estar dentro del texto liberal de la Constitución, que ordena fomentar la inmigración europea, sin dejar por eso de arruinar un país de Sud América con sólo poblarlo de inmigrados europeos. "[1]

Sin embargo, la tan esperada oleada de profesionales del norte de Europa no llegó. En cambio, el país atraía en grandes contingentes a agricultores pauperizados provenientes de España e Italia, y en menor medida, de Europa Oriental.

En este contexto, la educación podía ayudar a preservar a la sociedad de la posible inestabilidad que causase el arribo masivo de extranjeros. Entonces, el objetivo consistió en educar a los nativos e incorporar a los extranjeros, con la finalidad de forjar una identidad y un sujeto nacional. La escuela quedaba así como garante del mantenimiento de la democracia oligárquica.

En tanto, muchas comunidades de inmigrantes ya habían hecho sus propios planes educativos incluyendo la enseñanza de sus idiomas de origen, pero debieron ajustarse al plan homogeneizador nacional. Una vez instalada la escuela pública obligatoria, se afianzó el ejercicio de la ciudadanía a través de la escolarización y el servicio militar obligatorio. Las distintas comunidades aportaron sus ideas a este debate, criticando o elogiando las medidas según fueran beneficiosas o perjudiciales para la educación de sus miembros más jóvenes.

En el proyecto de invención de la Nación, la formación de una identidad común fue fundamental para consolidar la unidad de los habitantes. La escuela se encargó de impartir cuatro líneas de conocimiento que apuntaran a ese objetivo. Se fomentó el respeto por las instituciones con la Instrucción Cívica, el conocimiento del territorio con la Geografía, la enseñanza del idioma nacional con Lengua, y por último la enseñanza de una cierta versión de la Historia nacional. El objetivo de inculcar la idea de la Argentinidad fue el de modelar a los pequeños patriotas y construir el sentimiento de pertenencia a la Nación.

Con la enseñanza de las citadas asignaturas –Lengua, Geografía, Historia y Cívica- se logró una homogeneización cultural. Para ello, la escuela debió encargarse de uniformar el uso del castellano, hacer conocer el suelo patrio y sus instituciones fundamentales, y construir un saber histórico nacional mediante la celebración de las fechas patrias.

La versión de la Historia presentada fue valorada por su seriedad erudita y su objetividad científica y fue mayormente modelada por el General Mitre. Esta formación histórica incluyó la ornamentación de los "templos del saber" en las festividades patrióticas -25 de mayo y 9 de julio-, la colocación de banderas por doquier, la construcción del panteón nacional de héroes y su consagración como "grandes hombres" y "modelos de ciudadanos" y la exaltación de los muertos en su lucha por la patria. Dentro de esta ideología, los indígenas constituían la barbarie en todo su ser.





[1] Alberdi, J. B. Gobernar es poblar. En Bases y puntos de partida para la reorganización nacional, Buenos Aires. La Cultura Argentina, 1915, pág. 18.



Más datos en:

LIONETTI, L. La misión política de la escuela pública: formar a los ciudadanos de la república [1870-1916]. Buenos Aires. Miño y Dávila. 2007

PUIGGRÓS, A. Qué pasó en la educación argentina: desde la conquista hasta el menemismo. Buenos Aires. Kapelusz. 1998